20.04.21 Jardines flotantes de Xochimilco.- Hace apenas unos cientos de años (no muchos, como 5 cientos) imagino, creo y recuerdo que la Ciudad de México, la gran Tenochtitlan como la llamaban en aquel entonces era una compleja e intrincada red de canales en medio de los cuales vegetales, flores y arboles frutales alojaban a millones de aves que iban de una copa a otra armonizando el paisaje, llenando de belleza con su canto el cielo claro, de esta ciudad rodeada de montañas.
Al amanecer, cientos, quizá miles de balsas se abrían paso entre la niebla que se despedía del agua y en un hechizo se evaporaba en efluvios brumosos hacia el cielo, en el horizonte la obscuridad empezaba a desaparecer lentamente, seguramente el tiempo era mucho más largo en aquel entonces, o al menos así lo sentí hoy que lo viví.
La bruma se hacia densa, el frío aumentaba, el sereno fue haciéndose más fuerte, y al final del horizonte empezó a aparecer una danza de colores, los reflejos de las nubes multiformes vibraban en ondas en el agua, nosotros los humanos con los ojos abiertos, pero aun con la mente embelesada en el sueño, no entendíamos el momento.
Esto es la ciudad, esto es Xochimilco, esto es lo que éramos hace algunos siglos; sacábamos los móviles y captábamos en nuestros discos duros este espectáculo universal y sin entenderlo, lo íbamos sintiendo, sin comprenderlo, solo admirándolo, pues de esto al parecer se trata gran parte de la estancia en este universo.
Un niño recitaba cifras y datos del universo, otros hablaban de sus recuerdos, otros tomábamos fotos, abrazábamos las tazas de café con las manos por el frio implorando al sol llegara con su calor, y el reloj seguía alargando los segundos. Somos tan extraños a la naturaleza que cuando admiramos su belleza, la memoria se nos hace eterna.
De repente, el espectáculo esperado sucedió: el sol apareció como incendiando la maleza, los árboles, su figura era difusa era solo un gran resplandor que volvía aun mas blanca la bruma que los canales emanaban, y en los ojos de unos y otros el astro destelló, oficialmente era de día y como cualquier animal nos reunimos a desayunar para agarrar energía.
Al tocar la chinampa, los macizos de tierra que rodean a los canales, el pasto pareciera alegrarse de ser tocado despidiendo un olor vivo, fresco, matutino, el fuego calentaba las tortillas, el olor a café tocaba la neblina, y en medio de una plantación de acelgas, hinojos, lechugas, hierbas, vegetales el dios maíz azul fue transformado por los hombres en deliciosas gorditas y sopes.
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El sabor de la masa recién hecha decorada y perfeccionada con los sabores del queso, los frijoles y la salsa encendieron nuestras entrañas, y entonces entendimos por que esta experiencia se llamaba Arca Tierra. A través de esta arca de tierra sagrada, y de sus alimentos viajamos en el tiempo hacia nuestro antepasado sin dejar de serlo.
El día iniciaba como siempre en la ciudad, pero como nunca uno se percata, a unos metros del periférico, del tráfico, de la contaminación, el ruido y el estertor, el sonido queda eliminado por el silencio de los canales de los jardines flotantes de Xochimilco, en sus árboles, islas, chinampas llenas de vegetales las garzas juegan a recorrerlas.
Los hombres chilangos incivilizados del siglo XXI contemplamos azorados y con encanto lo que antes se vivía diario, mientras la paz me miraba en el agua, y sonreía con la nariz fría y mi risa franca me preguntaba si en verdad somos el mismo animal que nuestros antepasados, o somos ya otra raza de insensibles insensatos adefesios mexicanos.
[Mi nuevo viaje se acerca. El trayecto y la fecha están por asentarse]
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